Autogobierno universitario
Autogobierno. Razones y objetivos. IRI
Las razones por las que estudiantes y académicos debemos de contemplar el autogobierno de las instituciones universitarias como una solución posible y deseable a los innumerables problemas que afectan nuestra institución, deben entenderse primero como estrictamente académicas, aunque como veremos más adelante, esa sólo sería su apariencia inmediata.
¿Cuántos de nosotros no hemos escuchado, más de una vez, más de una docena de veces, que tal plaza en la Facultad fue otorgada a x, en función de que era allegado de y? ¿cuántas nos hemos enterado de que a fue rechazado en tal concurso, por estar bien relacionado con la camarilla de b, que está peleada a muerte con el grupo de c, cuyos miembros eran mayoría en el jurado dictaminador? ¿hay alguien entre nosotros que nunca haya escuchado la expresión “esa convocatoria va ya con nombre y apellido”? ¿alguien en nuestra Facultad cree seriamente que es posible publicar en alguna de las revistas académicas institucionales si no se es de alguna manera cliente de las figuras prominentes de los institutos? ¿a cuántos nos habrá pasado que el sínodo que habíamos planeado con nuestro tutor de tesis fue rechazado por la “autoridad competente” por las mismas razones de camarillas y clanes? ¿cuántas carreras de estudiantes serios no han sido frustradas por estas mismas problemáticas? Pero lo más importante ¿es posible el desarrollo de una vida académica productiva, original e innovadora en esas condiciones? ¿hasta dónde los lazos clientelares no atan la creatividad al someter el trabajo intelectual a los compromisos y deudas personales? Como lo sabe cualquiera que haya leído las páginas de Past and Present, la discusión es el motor del conocimiento en ciencias sociales y humanidades. Pero en nuestra Facultad, la discusión está mal vista, y lo está porque lo importante no es ya el conocimiento, sino el cumplimiento de roles de subordinación intelectual que le granjeen a cada quien los favores de las llamadas “vacas sagradas” y sus arrogantes cortesanos.
Al respecto, la cantaleta siempre esgrimida por los defensores a ultranza del poder y la autoridad es que el clientelismo y la corrupción son problemas superficiales que se solucionan “cambiando al personal” pero dejando la estructura intacta. El inconveniente aquí salta a la vista cuando nos preguntamos, en nuestra Universidad tan respetable ¿quién cambia al personal y con qué criterios? Pues bien, los cambios del personal administrativo de mayor jerarquía son nombrados por una venerable Junta de Gobierno, cuyos miembros son elegidos ¡mediante los mismos procedimientos clientelares y corruptos que deberían combatir! Y lo que sigue es conocido por todos: esas jerarquías nombradas por la Junta proceden de inmediato —eso sí, apegadas siempre a la más estricta normatividad institucional— a cambiar al personal completo de la dependencia que ahora dirigen, exactamente de la misma manera en que PRI, PRD y PAN se pasan unos a otros los municipios, delegaciones, estados y el país entero; dejando a su paso un desastre burocrático y dando pie a que los nuevos signatarios de cargos y plazas cobren venganza de sus predecesores y sucesores, asignando poder y dinero, ellos también, a sus propias camarillas y clientelas. Que el desarrollo académico es la principal víctima de esta situación es algo que debería de resultarnos obvio a todos.
Las razones por las que estudiantes y académicos debemos de contemplar el autogobierno de las instituciones universitarias como una solución posible y deseable a los innumerables problemas que afectan nuestra institución, deben entenderse primero como estrictamente académicas, aunque como veremos más adelante, esa sólo sería su apariencia inmediata.
¿Cuántos de nosotros no hemos escuchado, más de una vez, más de una docena de veces, que tal plaza en la Facultad fue otorgada a x, en función de que era allegado de y? ¿cuántas nos hemos enterado de que a fue rechazado en tal concurso, por estar bien relacionado con la camarilla de b, que está peleada a muerte con el grupo de c, cuyos miembros eran mayoría en el jurado dictaminador? ¿hay alguien entre nosotros que nunca haya escuchado la expresión “esa convocatoria va ya con nombre y apellido”? ¿alguien en nuestra Facultad cree seriamente que es posible publicar en alguna de las revistas académicas institucionales si no se es de alguna manera cliente de las figuras prominentes de los institutos? ¿a cuántos nos habrá pasado que el sínodo que habíamos planeado con nuestro tutor de tesis fue rechazado por la “autoridad competente” por las mismas razones de camarillas y clanes? ¿cuántas carreras de estudiantes serios no han sido frustradas por estas mismas problemáticas? Pero lo más importante ¿es posible el desarrollo de una vida académica productiva, original e innovadora en esas condiciones? ¿hasta dónde los lazos clientelares no atan la creatividad al someter el trabajo intelectual a los compromisos y deudas personales? Como lo sabe cualquiera que haya leído las páginas de Past and Present, la discusión es el motor del conocimiento en ciencias sociales y humanidades. Pero en nuestra Facultad, la discusión está mal vista, y lo está porque lo importante no es ya el conocimiento, sino el cumplimiento de roles de subordinación intelectual que le granjeen a cada quien los favores de las llamadas “vacas sagradas” y sus arrogantes cortesanos.
Al respecto, la cantaleta siempre esgrimida por los defensores a ultranza del poder y la autoridad es que el clientelismo y la corrupción son problemas superficiales que se solucionan “cambiando al personal” pero dejando la estructura intacta. El inconveniente aquí salta a la vista cuando nos preguntamos, en nuestra Universidad tan respetable ¿quién cambia al personal y con qué criterios? Pues bien, los cambios del personal administrativo de mayor jerarquía son nombrados por una venerable Junta de Gobierno, cuyos miembros son elegidos ¡mediante los mismos procedimientos clientelares y corruptos que deberían combatir! Y lo que sigue es conocido por todos: esas jerarquías nombradas por la Junta proceden de inmediato —eso sí, apegadas siempre a la más estricta normatividad institucional— a cambiar al personal completo de la dependencia que ahora dirigen, exactamente de la misma manera en que PRI, PRD y PAN se pasan unos a otros los municipios, delegaciones, estados y el país entero; dejando a su paso un desastre burocrático y dando pie a que los nuevos signatarios de cargos y plazas cobren venganza de sus predecesores y sucesores, asignando poder y dinero, ellos también, a sus propias camarillas y clientelas. Que el desarrollo académico es la principal víctima de esta situación es algo que debería de resultarnos obvio a todos.
Pero el problema no se queda en lo académico
Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, 2013
Pero el problema no se queda en lo académico, porque como hemos dicho, se trata de poder y de dinero. Podemos preguntarnos ¿por qué nuestros profesores, cuya actividad es la más afectada, no hacen algo al respecto? Pues bien, la mayor parte de la planta académica de nuestra Facultad —y por lo tanto, la que educa a una mayor cantidad de alumnos— es “de asignatura”, lo que quiere decir que percibe un salario de hambre. Su acceso a estímulos económicos extrasalariales, lo mismo que su ascenso en el escalafón, dependen de su subordinación no sólo intelectual, sino también política, a quienes detenten en su momento el derecho de signar cargos y plazas. Nuestro problema administrativo es también político y económico, en la medida en que la estructura restringe los derechos políticos y económicos al escalafón salarial más bajo, que es al mismo tiempo el encargado de que laproducción intelectual, el mayor objetivo de la institución, se lleve a cabo con éxito.
La responsabilidad recae sobre nosotros, los estudiantes, en dos sentidos. En primer lugar, porque es nuestra decisión tomar parte, con entusiasmo y convicción, de un sistema que seleccionará a algunos, a muy pocos de nosotros como privilegiados, subordinando a cambio nuestra creatividad intelectual y nuestra capacidad crítica, mientras condena a la inmensa mayoría a un incierto futuro de desempleo y subempleo, o tomar la iniciativa de transformarlo para siempre, en nombre tanto de la justicia social como del desarrollo verdaderamente científico del conocimiento académico. En segundo lugar, debemos insistir en el trasfondo político del problema. Si las cosas han llegado tan lejos es, en nuestra opinión, porque los estudiantes nos hemos creído el mito disparatado de que nuestra única obligación es estudiar; hemos dejado “la política en manos de los políticos” —aunque éstos suelan disfrazarse, graciosamente, de académicos— y les hemos permitido hacer con la academia lo que han querido. Lo único que ha traído ese axioma derechista sobre nuestra exclusiva dedicación al estudio, es una inaudita degradación de la vida académica. La conquista de nuestras obligaciones y derechos políticos no puede limitarse a aceptar la migajas que las autoridades nos dan en forma de consejerías estudiantiles. Tiene que ser una conquista total, es decir, la sustitución del gobierno de los burócratas por el gobierno de los estudiantes y —necesariamente— de los profesores y trabajadores.
¿Por qué una solución tan radical? Para muestra bastará un botón. A principios de los años 70 la Escuela de Economía de la UNAM se convirtió en Facultad de Economía. Un cogobierno de estudiantes, académicos y administrativos decidió, por iniciativa de los dos primeros, la creación del posgrado en Economía, con lo que se elevaría el rango de la Escuela al de Facultad. Durante una década, en ese posgrado estudiaron e impartieron clases pensadores latinoamericanos de primer nivel, expulsados de sus países por las respectivas dictaduras. En la actualidad, es sabido que se trata de un posgrado de vanguardia. Pues bien, la existencia de ese posgrado se la debemos a una experiencia de cogobierno en la que estudiantes y académicos tenían un peso definitivo
Sin embargo, debemos comprender que una lucha así no buscaría el fortalecimiento de la vida académica por la vida académica misma, lo que nos dejaría en las mismas condiciones de esterilidad intelectual que padece la burocracia que ahora nos gobierna. Se trataría de la demostración empírica, a través del trabajo real, de que el desarrollo intelectual del ser humano sólo puede ser potenciado por relaciones sociales distintas a las impuestas por la burocracia propia del sistema capitalista. A ese sistema le es fundamental, para ejercer su dominación, la escisión entre el trabajo y el gobierno, dando como resultado sistemas burocráticos tan infames como los que gobiernan tanto nuestro país como nuestra universidad. Si comprendemos que nuestro trabajo, el trabajo de producción intelectual, debe tomar las riendas de su propio destino sin delegarlo a una casta corrupta y clientelar,
¡Por una autogobierno universitario compuesto por estudiantes, trabajadores y académicos!
La responsabilidad recae sobre nosotros, los estudiantes, en dos sentidos. En primer lugar, porque es nuestra decisión tomar parte, con entusiasmo y convicción, de un sistema que seleccionará a algunos, a muy pocos de nosotros como privilegiados, subordinando a cambio nuestra creatividad intelectual y nuestra capacidad crítica, mientras condena a la inmensa mayoría a un incierto futuro de desempleo y subempleo, o tomar la iniciativa de transformarlo para siempre, en nombre tanto de la justicia social como del desarrollo verdaderamente científico del conocimiento académico. En segundo lugar, debemos insistir en el trasfondo político del problema. Si las cosas han llegado tan lejos es, en nuestra opinión, porque los estudiantes nos hemos creído el mito disparatado de que nuestra única obligación es estudiar; hemos dejado “la política en manos de los políticos” —aunque éstos suelan disfrazarse, graciosamente, de académicos— y les hemos permitido hacer con la academia lo que han querido. Lo único que ha traído ese axioma derechista sobre nuestra exclusiva dedicación al estudio, es una inaudita degradación de la vida académica. La conquista de nuestras obligaciones y derechos políticos no puede limitarse a aceptar la migajas que las autoridades nos dan en forma de consejerías estudiantiles. Tiene que ser una conquista total, es decir, la sustitución del gobierno de los burócratas por el gobierno de los estudiantes y —necesariamente— de los profesores y trabajadores.
¿Por qué una solución tan radical? Para muestra bastará un botón. A principios de los años 70 la Escuela de Economía de la UNAM se convirtió en Facultad de Economía. Un cogobierno de estudiantes, académicos y administrativos decidió, por iniciativa de los dos primeros, la creación del posgrado en Economía, con lo que se elevaría el rango de la Escuela al de Facultad. Durante una década, en ese posgrado estudiaron e impartieron clases pensadores latinoamericanos de primer nivel, expulsados de sus países por las respectivas dictaduras. En la actualidad, es sabido que se trata de un posgrado de vanguardia. Pues bien, la existencia de ese posgrado se la debemos a una experiencia de cogobierno en la que estudiantes y académicos tenían un peso definitivo
Sin embargo, debemos comprender que una lucha así no buscaría el fortalecimiento de la vida académica por la vida académica misma, lo que nos dejaría en las mismas condiciones de esterilidad intelectual que padece la burocracia que ahora nos gobierna. Se trataría de la demostración empírica, a través del trabajo real, de que el desarrollo intelectual del ser humano sólo puede ser potenciado por relaciones sociales distintas a las impuestas por la burocracia propia del sistema capitalista. A ese sistema le es fundamental, para ejercer su dominación, la escisión entre el trabajo y el gobierno, dando como resultado sistemas burocráticos tan infames como los que gobiernan tanto nuestro país como nuestra universidad. Si comprendemos que nuestro trabajo, el trabajo de producción intelectual, debe tomar las riendas de su propio destino sin delegarlo a una casta corrupta y clientelar,
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